Por motivo de unas jornadas de trabajo
intensas en la oficina, llevaba tres días sin comer. Sin llevarse
nada a la boca. Sin probar bocado. Y ni siquiera se había dado
cuenta. Por lo que aprovechando la ocasión decidió hacer ayuno. En
las últimas décadas muchos presos políticos o políticos en
libertad hacían huelgas de hambre para reivindicar una causa. Este
aprendiz de ayunador no sabía que excusa poner como lucha para su
falta de hambre forzada. Tendría que pensar en ello. Hacer una tabla
en Excel con las más llamativas o mandar un correo masivo para que
la gente opinara. Él simplemente se dejaba llevar por el ayuno, pero
tenía que fingir que lo hacía por una razón “seria” o
altruista. Ya sabéis, una razón por la que merezca la pena morir de
inanición. También había escuchado que algunas superestrellas
religiosas la practicaban para estar más cerca de Dios. Tendría que
pensar en eso también. Tendría que decidir a quién quería
acercarse con aquello, aunque no le importase en absoluto. Lo apuntó
en un post-it. Puso la foto de Gandhi en el salvapantallas del
ordenador. No tendría que moverse de la silla del despacho, se
alimentaría de números a partir de ahora. Pensó que nadie había
propuesto una dieta basada en números. Ya sabéis, en integrales,
por ejemplo. Por no hablar del dinero que se ahorraría en trajes. El
cinturón y la corbata podrían ajustarse cada vez más a su cintura
y cuello en cuanto fuera adelgazando. Sus compañeros de trabajo no
notaron su bajada de peso. Estaban demasiado ocupados en aprender a
utilizar los palillos para comer la comida china para llevar que cada
noche compraban en el restaurante de la calle donde se encontraba el
rascacielos. Subir los ochenta pisos en ascensor era el mejor deporte
para el ayuno. Y hacía este trayecto varias veces durante el día,
en los descansos. La gente admiraba a este aprendiz de ayunador por
el simple hecho de que no llamaba la atención. Sabían que estaba
allí, encerrado en uno de los despachos de la planta cincuenta y
siete. Y no daba problemas. La taza que solía utilizar para el café
ya pesaba demasiado, entonces ¿por qué hacerla más pesada
llenándola de agua? Sí había oído que algunos de los mejores
ayunadores se permitían el lujo de beber un poco de agua de vez en
cuando o mojarse los labios, pero para él eso era hacer trampa.
Pasaban las semanas y nadie reparaba en el aprendiz de ayunador. En
las reuniones creían que no estaba allí o que estaba de perfil
mirando a la puerta, inquieto por salir de la sala debido a algunos
asuntos urgentes que debía resolver fuera. La silla de cuero cada
vez se le hacía más grande. Se resbalaba y caía debajo de la mesa.
Tres veces al día el aprendiz de ayunador se agarraba fuertemente a
ella y daba vueltas sobre sí mismo durante algunos minutos. Era otra
de las disciplinas deportivas que se imponía como ayunador. Si el
resto de sus compañeros normalmente no solían hacer nada en el
trabajo, escaqueándose constantemente, perdiendo el tiempo en la
máquina de café o yéndose de compras, él les ganaba porque no
sólo no hacía nada sino que llegó un momento en que no podía
hacer nada más que ayunar. Era su propio jefe en aquella empresa.
Tomaba sus propias decisiones con respecto a como conseguir los
objetivos y con qué estrategia. ¡Y con el mínimo gasto! Fue un
problema cuando llegaron las vacaciones de Navidad. Ya habían pasado
cuarenta días desde que decidió aprovechar el tren del no-hambre
que paró en aquellos primeros tres días de jornadas intensivas.
Hasta su propia secretaria dejó de verle. Ella pensó que estaría
en las Bahamas. Con el esfuerzo que suponía asistir a las últimas
reuniones antes de acabar el año, lo confundían con un paragüero,
intentaban colgarle en las orejas gabardinas y bufandas. La señora
que se dedicaba a limpiar la oficina pensó que era un ficus en mal
estado y lo regaba. Esto era un sufrimiento para él porque no quería
tomar agua y tirar por la borda tantos días de disciplina. Cuando
habían pasado noventa días le invadió un ataque de ego pensando en
que normalmente los grandes ayunadores de la historia necesitaron de
los medios de comunicación para dar cuenta de su proeza. No pensaba
así antes, pero había llegado un punto en que sentía que estaba
haciendo algo grande mientras el se empequeñecía, sobre todo porque
no se apoyaba en ninguna razón que supuestamente le diera fuerzas
para mantenerse en ese estado. La nada para llegar a la nada. Quería
compartir esa felicidad con el resto. Como dijimos antes, su sigilosa
estrategia empresarial-corporal con el mínimo presupuesto. Pero
antes de intentar apretar cualquier botón, lo acabaron intuyendo
sobre la alfombra de su despacho cuando se desmanteló la oficina
para traspasarla a la planta setenta y tres. Pillaron in fraganti
a uno de los mozos de carga llevando unos gemelos de oro blanco que
adornaban las mangas de su uniforme sucio. Su familia no tuvo que
gastar ni un solo billete en la incineración. Se había
volatilizado. Había cerrado un perfecto trato consigo mismo. Un
ayuno con un cero absoluto en la columna del pasivo del balance de su
cuerpo.
Un relato conmovedor que ahonda en la soledad de muchos , toca el mundo exterior del protagonista casi de puntillas , insinuándolo en pocos trazos vivos , permitiendo atibar que el ayunador vive solo en su trabajo lo demás es una nube lejana . Me ha gustado la claridad , el ritmo y el final de el relato
ResponderEliminarA mí, simplemente me ha encantado.
ResponderEliminarMe encanta!
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